viernes, 5 de junio de 2009

Los ocho versículos de la transformación del pensamiento

LOS OCHO VERSÍCULOS DE LA TRANSFORMACIÓN DEL PENSAMIENTO

El texto Los ocho versículos de la transformación del pensa­miento, de Langri Tangpa, explica la práctica del método y la sabiduría del paramitayana: los primeros siete ver­sículos hacen referencia al método -bondad, amor y bodhicitta o espíritu del despertar-, y el octavo habla de la sabiduría.

1. Decidido a triunfar en todo, siempre practicaré el amor a todas las personas, que son más preciadas que las gemas que sa­tisfacen los deseos.

Todos queremos ser felices y estar completamente li­bres del sufrimiento. En esto todos somos exactamente iguales. Pero cada uno de nosotros sólo es uno, mientras que los otros son infinitos en número. Ahora debemos considerar dos actitudes: la de valorarnos egoístamente a nosotros mismos, y la de valorar a los demás. La auto­valoración nos llena de orgullo y de soberbia; nos consi­deramos extremadamente importantes, y nuestro deseo básico es ser felices y que nos vayan bien las cosas.

Pero no sabemos cómo conseguirlo. De hecho, las acciones que tienen su origen en el ponernos por encima de todo nunca podrán hacernos felices.

Quienes mantienen la actitud de valorar a otros con­sideran que todos los demás son mucho más importan­tes que ellos y ponen por encima de todo el ayudarlos. Y, al actuar de esta manera y dicho sea de paso, llegan a ser muy felices. Incluso aquellos políticos sinceramente deseosos de ayudar o servir a los demás son recordados con respeto por la historia, mientras que los que no pa­ran de explotarlos y hacerles daño son considerados como ejemplos de malas personas.

Dejando aparte, por el momento, la religión, la pró­xima vida y el nirvana, y limitándonos a esta vida, las personas egoístas sólo consiguen que esas acciones centra­das en sí mismas tengan repercusiones negativas para ellas. Personas como la madre Teresa, en cambio, que dedican sinceramente su vida y todas sus energías a ser­vir a los pobres, los necesitados y los indefensos, siempre serán recordadas con respeto por su noble obra y nadie habla negativamente de ellas. Éste, pues, es el resultado de valorar a los demás: tanto si se quiere como si no, in­cluso quienes no forman parte de tu familia te aprecia­rán, se sentirán a gusto contigo y buscarán tu compañía. Si eres la clase de persona que siempre se muestra ama­ble y luego empieza a echar pestes de los demás en cuan­to le han dado la espalda, entonces naturalmente nadie te querrá. Por eso, e incluso en esta vida, basta con tra­tar de ayudar a los demás e intentar no ser egoístas para poder experimentar una gran felicidad. Nuestra vida no es muy larga, porque como mucho podemos vivir cien años. Si intentamos pasar esos años siendo buenos y ha­ciendo todo lo posible para contribuir al bienestar de los demás al tiempo que tratamos de ser menos egoístas y coléricos, obtendremos un resultado realmente maravi­lloso, porque ésa es la verdadera causa de la felicidad. Si eres egoísta, si siempre te colocas por delante de todos y dejas a los demás en segundo lugar, al final sólo conse­guirás acabar ocupando el último puesto. Si mental­mente te colocas en último lugar y pones delante a los demás, acabarás en el primer puesto.

Por eso no debes obsesionarte con la próxima vida o el nirvana: esas cosas ya irán llegando gradualmente. Si consigues ser bueno y no caer en el egoísmo durante esta vida, serás un buen ciudadano del mundo. Da igual que seas budista, cristiano o comunista: lo importante es que mientras seas un ser humano, debes ser una buena persona. Ésa es la enseñanza del budismo, y ése es el mensaje de todas las religiones del mundo. Las ense­ñanzas del budismo, no obstante, contienen las técnicas que permiten erradicar el egoísmo y hacer realidad la ac­titud de valorar a los demás. El Bodhicaryavatara, por ejemplo, ese maravilloso texto de Shantideva, es de una gran ayuda para ello: es un libro extremadamente útil, y lo utilizo como guía en mi práctica.

Nuestra mente es muy taimada y difícil de controlar, pero si nos esforzamos y tratamos de aplicar constantemente el análisis y el razonamiento lógico, entonces po­dremos controlarla y cambiarla para mejor.

Ciertos psicólogos de Occidente mantienen que no deberíamos reprimir nuestra ira, sino expresarla. ¡De hecho, afirman que deberíamos practicarla! No obstante, aquí debemos hacer una distinción importante entre aquellos problemas mentales que deberían ser expresa­dos y los que no deberían serlo. A veces podemos ser tra­tados injustamente, y entonces tenemos derecho a ex­presar nuestras quejas en vez de permitir que vayan pu­driéndose en nuestro interior. Pero no deberíamos ex­presarlas a través de la ira. Si albergamos estados menta­les negativos, como la ira, éstos pasarán a formar parte de nuestra personalidad y cada vez que expresemos ira nos resultará más fácil volver a expresarla. Acabaremos recurriendo a la ira con creciente frecuencia hasta que al final acabaremos siendo energúmenos que han perdi­do el control de sí mismos. En términos de nuestros pro­blemas mentales, no cabe duda de que algunos son ex­presados de la manera adecuada, mientras otros no. Cuando intentamos controlar los estados mentales per­turbadores y negativos, al principio nos resultará muy di­fícil conseguirlo. El primer día, la primera semana o el primer mes no podremos controlarlos bien. Pero si se­guimos intentándolo, veremos cómo las negatividades van decreciendo gradualmente. El progreso en el desa­rrollo mental no se consigue tomando medicinas u otras sustancias químicas, sino que depende de saber contro­lar la mente.

Por eso debemos tratar de comprender que si quere­mos que nuestros deseos lleguen a hacerse realidad, tanto si son temporales como si son fundamentales, debe­ríamos confiar en los demás mucho más que en las joyas que otorgan los deseos, y valorarlos por encima de cual­quier otra cosa.

Los principiantes suelen preguntarse si esta práctica tiene como propósito mejorar la mente o ayudar a los demás, y deben saber que ambas cosas son igual de im­portantes. En primer lugar, si no disponemos de una mo­tivación pura cabe la posibilidad de que todo lo que hagamos nunca llegue a ser satisfactorio. Por eso lo pri­mero que deberíamos hacer es cultivar la motivación pura. Pero no hay necesidad de esperar a que esa moti­vación esté plenamente desarrollada para empezar a ayudar a los demás. Para ayudarles de la manera más efectiva posible tendríamos que ser budas plenamente iluminados, por supuesto. Incluso el ayudar a los demás de una manera realmente efectiva y tangible requiere haber alcanzado uno de los niveles del bodhisattva, lo cual significa haber experimentado una percepción di­recta y no conceptual de la realidad del vacío y haber ad­quirido los poderes de la percepción extrasensorial. Aun así, hay muchos niveles de ayuda que podemos ofrecer a los demás. Podemos tratar de actuar como bodhisattva, es decir, realizar el espíritu del despertar para procurar el bien de todos los seres, mucho antes de haber adquirido esas cualidades, aunque entonces nuestras acciones se­rán menos efectivas que las suyas. Así pues, y sin esperar a estar plenamente cualificados, podemos generar una buena motivación y usarla para tratar de ayudar a los de­más en la medida de lo posible. Creo que este método es más equilibrado, y preferible al de buscar algún lugar aislado en el que meditar y recitar mantras. Esto depen­derá mucho del individuo, por supuesto. Si alguien está seguro de que ir a un lugar remoto le permitirá hacer ciertos progresos en un determinado período de tiem­po, eso ya es otra cosa. La solución ideal quizá sería de­dicar la mitad de nuestra vida al trabajo activo y la otra mitad a la práctica de la meditación.

Y, naturalmente, siempre debemos ser muy conscien­tes de la debilidad humana. El Tíbet era un país que se regía por los valores budistas, y a pesar de ello ha­bía muchos desequilibrios en la sociedad tibetana. ¿Por qué? Pues porque en el Tíbet, como en todas partes, también había personas malas y corruptas. Incluso algunas de las instituciones religiosas, los monasterios, se co­rrompieron y acabaron convirtiéndose en centros de explotación. Aun así, y en comparación con otras socie­dades feudales, la tibetana era mucho más pacífica y ar­moniosa y no tenía tantos problemas.

2. Vaya donde vaya y cualquiera que sea mi compañía, practicaré el verme a mí mismo como el más ínfimo de los seres y consideraré como supremos a todos los demás.

Estemos con quien estemos, solemos pensar cosas como «Soy más fuerte que él», «Soy más hermosa que ella», «Soy más inteligente», «Soy más rico» o ««Estoy mu­cho más cualificado». Al pensar esas cosas generamos una gran cantidad de orgullo, y eso no es bueno. Lo que de­beríamos hacer es ser siempre humildes. Incluso cuando estemos ayudando a los demás y haciendo obras de cari­dad, nunca deberíamos caer en la altivez y comportarnos como grandes protectores que son misericordiosos con los débiles. Eso también es orgullo. Lo que deberíamos hacer es llevar a cabo tales actividades de la manera más humilde posible y pensar que estamos ofreciendo nues­tros servicios a la gente.

Cuando nos comparamos con los animales, por ejem­plo, podemos pensar «Tengo un cuerpo humano» o «Soy un monje» y sentirnos muy por encima de ellos. Ha­blando desde la perspectiva de quien se considera supe­rior, podemos decir que tenemos cuerpos humanos y es­tamos practicando las enseñanzas del Buda, y que somos mucho mejores que los insectos. En cambio, si vemos las cosas desde otro punto de vista, podemos decir que los insectos son inocentes y que no conocen el mal, mien­tras que nosotros solemos mentir y ofrecer una imagen falsa para poder alcanzar nuestros objetivos. Desde este punto de vista, tendremos que admitir que somos mu­cho peores que los insectos, que sencillamente van a lo suyo sin fingir ser nada. Éste es un método de aprender a ser humilde.

3. En todas las acciones examinaré mi mente, y en cuanto aparezca un pensamiento rebelde, poniéndome así en peligro a mí mismo y a los demás, me enfrentaré a él y lo expulsaré de mi mente.

Si investigamos nuestras mentes en aquellos momen­tos en que nos dejamos arrastrar por el egoísmo y sólo pensamos en nosotros mismos con exclusión de los de­más, descubriremos que los estados mentales perturba­dores y negativos son la raíz de este comportamiento.

Como introducen una gran perturbación en nuestra mente, siempre deberíamos recurrir a algún antídoto contra ellos apenas nos demos cuenta de que estamos ca­yendo bajo su influencia. El oponente general a todos es­tos estados mentales negativos es la meditación centrada en el vacío, pero también hay antídotos contra estados mentales específicos que, como principiantes, podemos aplicar. Así, para el deseo de aferrarnos a las cosas medi­tamos sobre la fealdad; para la ira, sobre el amor; para la ignorancia y la cerrazón mental, sobre el surgimiento de­pendiente; y para muchos pensamientos perturbadores, sobre la respiración y los flujos de energía.

El surgimiento dependiente, por ejemplo, significa centrar la meditación en los doce vínculos de la origina­ción interdependiente, que empiezan con la ignorancia y llegan hasta el envejecimiento y la muerte. A un nivel más sutil, el surgimiento dependiente también puede utilizarse como causa para establecer que las cosas care­cen de existencia verdadera.

La fealdad, a su vez, sirve para superar el deseo de afe­rrarse a las cosas porque ese deseo surge de que nos pa­recen muy atractivas. Tratar de verlas como feas o faltas de atractivo contrarresta ese efecto. Por ejemplo, pode­mos desear el cuerpo de otra persona porque ha llegado a parecernos muy atractivo. Cuando empezamos a anali­zar ese deseo, descubriremos que está basado en ver úni­camente la piel. Pero la naturaleza de ese cuerpo que nos parece tan hermoso es la carne, la sangre, los hue­sos, la piel y todo aquello que lo compone. Analicemos la piel humana: fíjate en la tuya, por ejemplo. Si se te des­prende un trocito de piel y lo dejas en un estante duran­te algunos días, verás que acaba adquiriendo un aspecto realmente muy feo. Tal es la naturaleza de la piel. Todas las partes del cuerpo tienen la misma naturaleza. No hay belleza alguna en un trozo de carne humana. Cuando ves sangre, sientes miedo y no atracción. Esto es aplicable incluso a un rostro hermoso: unos arañazos harán que deje de ser hermoso, y si le quitamos su constitución en­tonces ya no queda nada. La naturaleza del cuerpo físico es la fealdad. Los huesos humanos, el esqueleto, también son repulsivos. Una calavera con un par de tibias cruza­das debajo tiene connotaciones muy negativas.

Así es como debemos analizar aquellas cosas por las que nos sentimos atraídos o amamos, usando esta pala­bra en el sentido negativo del vínculo del deseo: pense­mos en los aspectos más feos del objeto, y analicemos su naturaleza -de la persona o la cosa- desde ese punto de vista. Aunque con esto no consigamos llegar a controlar del todo el deseo, al menos nos ayudará a reducirlo un poco. Éste es el propósito de la meditación centrada en los aspectos menos atractivos de las cosas o de desarro­llar el hábito de verlos.

La otra clase de amor, o bondad, no se basa en el ra­zonamiento de que «tal persona es hermosa y por ello la trataré con respeto y bondad». La base del amor puro es: «Esta criatura es un ser vivo. Quiere ser feliz y no quiere sufrir, y tiene derecho a la felicidad. Por eso debo sentir amor y compasión hacia ella». Esta clase de amor es totalmente distinto a la primera, que se basa en la ig­norancia y por ello siempre será precario e inestable. Las razones del amor puro no pueden ser más sólidas. Con el amor que es mero deseo, el más leve cambio en el objeto, como una minúscula modificación de actitud, causará un cambio inmediato en nuestra mente. Eso es debido a que nuestra emoción se basaba en algo muy su­perficial. Pensemos en los recién casados, por ejemplo.

En muchas ocasiones, a las pocas semanas, meses o años del matrimonio los esposos se convierten en enemigos y acaban divorciándose. Se casaron estando pro­fundamente enamorados -nadie se casa por odio-, pero bastó con que pasara un poco de tiempo para que todo cambiara. ¿Por qué? Pues porque la base de la relación era superficial, y un pequeño cambio en una persona causó un cambio total de actitud en la otra.

Lo que deberíamos pensar es: «Los demás son tam­bién seres humanos. Si quiero ser feliz, ellos también querrán ser felices. Como criatura dotada de inteligen­cia tengo derecho a ser feliz; por esa misma razón, ellos también tienen derecho a serlo». Esta clase de razona­miento fundado en bases realmente sólidas dará origen a la compasión y el amor puro. A partir de entonces, y por mucho que la opinión que nos merece esa persona pueda llegar a cambiar -pasando de lo bueno a lo malo o lo horrible-, básicamente siempre seguirá siendo la misma criatura dotada de inteligencia. Como la razón principal para mostrar amor y compasión siempre está ahí, los sentimientos que nos inspira esa persona siem­pre se mantendrán estables.

El antídoto contra la ira es la meditación centrada en el amor, porque la ira es una mente muy tosca y dura que necesita ser dulcificada mediante el amor.

Cuando disfrutamos de los objetos a los que nos afe­rramos, experimentamos un cierto placer pero, tal como ha dicho Nagarjuna, eso es como tener un picor y ras­carnos: el rascarnos nos proporciona un cierto placer, pero estaríamos mucho mejor si nunca hubiéramos te­nido el picor. Cuando conseguimos las cosas con las que hemos llegado a obsesionarnos nos sentimos felices, pero estaríamos mucho mejor si consiguiéramos librar­nos del deseo incontenible que ha hecho que esas cosas llegaran a obsesionarnos.

4. Cada vez que vea a un ser de naturaleza perversa y ma­ligna abrumado por el peso del sufrimiento y la falta de virtud, haré cuanto pueda para no separarme de él, y lo tendré tan cer­ca de mí como si hubiera descubierto un tesoro de inmenso va­lor que no se encuentra fácilmente.

Si nos tropezamos con alguien que es por naturaleza muy cruel, desagradable, violento y grosero, la reacción habitual es evitarle, y en esa clase de situaciones lo más probable es que nuestro interés por el bienestar de los demás tienda a decrecer. En vez de permitir que nuestro amor hacia los demás sea debilitado por la clase de esta­do mental que sólo piensa en lo malos que son, debería­mos considerarlos como un objeto especialmente digno de amor y compasión, y tratar a esas personas como si nos hubiéramos encontrado con un tesoro de inmenso valor.

5. Cuando la envidia y los celos hagan que los demás me maltraten y me insulten, practicaré la aceptación de la derrota y les ofreceré la victoria.

Si alguien nos maltrata, critica e insulta diciendo que somos unos incompetentes y que no sabemos hacer nada a derechas, lo más probable es que nos enfademos y neguemos lo que esa persona acaba de decir. No debe­ríamos reaccionar de esa manera sino que, con humil­dad y tolerancia, deberíamos aceptar lo que se ha dicho. Cuando el budismo dice que deberíamos aceptar la derrota y ofrecer la victoria a los demás, hemos de dife­renciar entre dos clases de situaciones. Si, por una parte, estamos obsesionados por nuestro bienestar y actuamos impulsados por motivaciones muy egoístas, deberíamos aceptar la derrota y ofrecer la victoria a los demás inclu­so si está en juego nuestra vida. Pero si nos encontramos en una situación donde está en juego el bienestar de otras personas, entonces debemos luchar por los dere­chos de los demás y negarnos a aceptar la derrota. Uno de los cuarenta y seis votos secundarios de un bodhisattva hace referencia a una situación en la que al­guien está haciendo algo muy dañino y se tiene que re­currir a métodos drásticos o hacer lo que sea necesario para poner fin inmediatamente a tales acciones: si no obras de esa manera, habrás faltado a tu compromiso. A primera vista puede parecer que este precepto y la quin­ta estrofa, que dice que debes aceptar la derrota y otor­gar la victoria a los demás, se contradicen, pero no es así. El precepto del bodhisattva se refiere a una situación en la que el bienestar de otras personas está por encima de todo: si alguien está haciendo algo extremadamente no­civo y peligroso, hay que tomar medidas para conseguir que deje de hacerlo. Actualmente, y en sociedades muy competitivas, suele ser necesario recurrir a acciones de­fensivas drásticas. La motivación para ese tipo de accio­nes no debería ser el temor por lo que pueda ocurrirnos, sino un sentimiento de amor y compasión amplificado dirigido hacia los demás. Si actuamos impulsados por esos sentimientos para impedir que otras personas lle­guen a crear karma negativo, entonces estaremos ha­ciendo lo correcto.

Ahora que hemos dejado claro que a veces puede ser necesario recurrir a medidas drásticas cuando vemos que algo va mal, debemos preguntarnos si podemos con­fiar en nuestra percepción del mundo a la hora de deci­dir qué haremos. Ese tipo de decisiones son muy com­plicadas y difíciles de tomar, porque cuando pensamos en cargar con las consecuencias de la derrota tendremos que determinar si el conceder la victoria a otras personas las beneficiará a largo plazo o únicamente de manera temporal. Aparte de eso, debemos pensar en cómo el aceptar la derrota afectará a nuestra capacidad para ayu­dar a los demás en el futuro. También cabe la posibilidad de que haciendo algo que perjudique a otras personas en ese momento generemos una gran cantidad de méri­to que nos permitirá hacer cosas inmensamente benefi­ciosas para los demás en un futuro lejano, y ése es otro factor que debe ser tomado en consideración.

Como se dice en el Bodhicaryavatara, tenemos que examinar, tanto superficialmente como a fondo, si los efectos benéficos de ejecutar una acción prohibida su­perarán a los nocivos. A veces determinar nuestra motivación puede resultar bastante difícil. En el Sikshamucca­ya, Shantideva dice que los efectos benéficos de una acción hecha con motivación bodhicitta son más grandes que las negatividades de ejecutarla sin tal motivación. En ciertas circunstancias puede resultar muy difícil –pero también muy importante- percibir la línea divisoria en­tre lo que debemos hacer y lo que no debemos hacer, por lo que tendríamos que estudiar los textos que ha­blan de tales cuestiones. En los textos inferiores leere­mos que ciertas acciones están prohibidas, mientras que en los superiores se dirá que esas mismas acciones están permitidas. Cuanto más lleguemos a saber sobre todas estas cuestiones, más fácil nos resultará decidir qué de­bemos hacer en una situación determinada.

6. Cuando una persona con la que me he portado muy bien y en la que tengo depositadas grandes esperanzas me cause un daño terrible, seguiré practicando el considerarla mi santo guru.

Normalmente esperamos que una persona a la que hemos ayudado mucho se muestre muy agradecida, y si reacciona tratándonos con ingratitud lo más probable es que nos enfademos. En ese tipo de situaciones lo que de­beríamos hacer no es enfadarnos, sino practicar la pa­ciencia. Además, deberíamos ver en esa persona a un maestro que pone a prueba nuestra paciencia y, en con­secuencia, tratarla con respeto. Este versículo contiene todas las enseñanzas del Bodhicaryavatara sobre la paciencia.

7. De esa manera, y tanto directa como indirectamente, haré cuanto esté en mis manos para asegurar la felicidad de todas mis madres. Practicaré en secreto el cargar con el peso de todas sus acciones nocivas y todo su sufrimiento.

Esto hace referencia a la práctica de asumir el peso de todos los sufrimientos de los demás y entregarles toda nuestra felicidad, actuando motivado por una gran com­pasión y un inmenso amor. Todos queremos la felicidad y no deseamos sufrir, y podemos ver que los demás sien­ten lo mismo que nosotros. También podemos ver que otras personas están abrumadas por el sufrimiento, pero no sabemos cómo librarlas de él. Por eso deberíamos ge­nerar la intención de asumir el peso de todo su sufri­miento y su karma negativo, y rezar para que maduren de inmediato y caigan sobre nosotros.

Por la misma razón, también es obvio que otras per­sonas no disfrutan de la felicidad que buscamos y no saben cómo encontrada. Por eso, y con la máxima gene­rosidad posible, deberíamos ofrecer a los demás toda nuestra felicidad -nuestro cuerpo, riqueza y méritos- y rezar para que madure inmediatamente en ellos.

Naturalmente, lo más probable es que no podamos cargar con el peso de los sufrimientos de los demás y en­tregarles nuestra felicidad. Cuando se produce esa trans­ferencia entre personas siempre es el resultado de algu­na conexión kármica pasada muy fuerte que no ha lle­gado a romperse. No obstante, esta meditación es un medio muy poderoso para hacer acopio de valor en nuestras mentes y en consecuencia es una práctica alta­mente beneficiosa.

En el versículo séptimo de la Transformación del Pen­samiento se dice que deberíamos alternar las prácticas del tomar y el dar y depositarlas sobre el aliento. Y Lan­gri Tangpa explica que todo eso debería hacerse en se­creto. Como se explica en el Bodhicaryavatara, esta prác­tica no es adecuada para las mentes de los bodhisattvas principiantes y está reservada a unos pocos practicantes selectos. Por eso se la llama secreta.

En el capítulo octavo del Bodhicaryavatara, Shantideva dice: «Si por el bien de otros me causo daño a mí mismo, adquiriré todo lo que es magnífico». Nagarjuna, en cam­bio, opina que no deberíamos mortificar el cuerpo. A primera vista esto parece contradecir las afirmaciones de Shantideva, por lo que debemos preguntarnos a qué se refiere el Bodhicaryavatara cuando habla de causarse daño a uno mismo. Shantideva no pretende que nos de­mos golpes en el pecho ni nada por el estilo. Lo que está diciendo es que cuando aparezcan pensamientos de autovaloración, deberíamos encararnos con nosotros mis­mos y usar métodos drásticos para someterlos: en otras palabras, deberíamos ser duros con la mente que se au­tovalora y hacerle daño. Tienes que distinguir claramen­te entre el yo que está totalmente obsesionado con su propio bienestar y el yo que va a ser iluminado, y ser consciente de que son muy distintos. Este versículo del Bodhicaryavatara también debe verse dentro del contex­to de los versículos anteriores y de los que lo siguen. El yo puede ser analizado de muchas maneras distintas, y cuando hablamos de él hay que tomar en consideración facetas como la búsqueda de una verdadera identidad para el yo, el yo que se autovalora, y el yo que unimos con el ver las cosas desde el punto de vista de los demás. El análisis del yo tiene que ser llevado a cabo dentro de todos estos contextos.

Si el hacerla realmente beneficia a otros, aunque sólo sea a una persona, entonces debemos cargar con el su­frimiento de los tres reinos de la existencia o ir a uno de los infiernos, y deberíamos tener el valor necesario para hacerla. Para alcanzar la iluminación por el bien de to­das las personas, deberíamos estar dispuestos a pasar eones incontables en el más profundo de los infiernos. Esto es lo que significa cargar con los sufrimientos de los demás.

Y cuando hablamos de llegar al más profundo de los infiernos, lo que queremos decir es que debemos desarrollar el valor de estar dispuestos a ir allí, no que sea preciso ir físicamente. Cuando el Kadampa geshe Cheka­wa agonizaba, llamó a sus discípulos y les pidió que hi­cieran sacrificios y ofrendas especiales en su nombre y que rezaran por él, porque toda su práctica no había ser­vido de nada. Los discípulos se mostraron muy afectados porque pensaron que iba a suceder algo terrible. Pero el geshe les explicó que se había pasado la vida rezando para nacer en uno de los infiernos en beneficio de los demás, y que ahora estaba recibiendo una visión pura de lo que le ocurriría después de su muerte: en vez de renacer en los infiernos, iba a renacer en una tierra pura. De la mis­ma manera, si desarrollamos un deseo intenso y sincero de renacer en los reinos inferiores en beneficio de los demás, acumularemos una gran cantidad de mérito que acabará provocando el resultado contrario.

Por eso siempre digo que si vamos a ser egoístas, de­beríamos ser sabiamente egoístas. El egoísmo real, o corto de miras, nos hunde; pero el egoísmo sabio nos aporta la budidad. ¡Eso sí es auténtica sabiduría! Por des­gracia, normalmente lo primero que hacemos es afe­rrarnos al deseo de alcanzar la budidad. Las escrituras nos dicen que necesitamos la bodhicitta y que sin ella no podremos alcanzar la iluminación, Y por eso pensamos: «Quiero la budidad, y por lo tanto he de practicar la bodhicitta». Lo que realmente nos importa no es tanto la bodhicitta como la budidad. Ahí es donde nos equi­vocamos. Tendríamos que hacer todo lo contrario: de­beríamos olvidar la motivación egoísta y pensar en cómo podemos ayudar a los demás. Si vamos al infierno, no po­dremos ayudar a los demás ni ayudarnos a nosotros mis­mos. ¿Cómo podemos ayudar? No meramente obrando milagros o dando algo a los demás, sino enseñando el dharma. No obstante, antes debemos llegar a estar cuali­ficados para enseñar. Ahora no podemos explicar todo el sendero y detallar todas las prácticas y experiencias por las que ha de pasar una persona desde la primera etapa hasta la última, la iluminación. Quizá podríamos explicar algunas de las primeras etapas partiendo de nuestra propia experiencia, pero no podremos ir más allá. Para poder ayudar a los demás de manera realmen­te efectiva guiándolos por todo el camino que lleva a la iluminación, lo primero que debemos hacer es alcanzar la iluminación. Ésa es la razón por la que debemos prac­ticar la bodhicitta. Esto no se parece en nada a nuestra manera de pensar habitual, en la que nos vemos obliga­dos a pensar en los demás y les dedicamos nuestro cora­zón obedeciendo a la preocupación egoísta por nuestra propia iluminación. Este enfoque es totalmente falso, y en realidad no es más que una especie de mentira.

Algunos textos aseguran que el mero hecho de prac­ticar el dharma evita que nueve generaciones de miembros de nuestra familia renazcan en el infierno, pero eso es lo que los occidentales llaman publicidad engañosa. De hecho, es posible que pudiera ocurrir algo parecido, pero en general las cosas no son tan sencillas. Pensemos, por ejemplo, en el recitado del mantra «Om mani pad­me hum» cuando el mérito de ese recitado es consagra­do a la rápida consecución de la iluminación en benefi­cio de todas las personas. No podemos afirmar que el mero hecho de recitar mantras vaya a permitirnos alcan­zar rápidamente la iluminación, pero sí podemos decir que esas prácticas actúan como causas contributorias de la iluminación. De la misma manera, aunque practicar el dharma no protegerá a la persona ni a sus familiares de renacimientos inferiores, sí puede actuar como causa contributoria que evite tales renacimientos. Si no fuera así, si nuestra práctica pudiera actuar como causa prin­cipal de un resultado experimentado por otros, entraría en contradicción con la ley del karma, la relación entre la causa y el efecto. Entonces bastaría con estar cómoda­mente sentados, relajarse y dejar que todos los budas y bodhisattvas lo hicieran todo por nosotros: así no tendría­mos que asumir ninguna responsabilidad respecto a nuestro bienestar. Pero el Iluminado dijo que lo único que podía hacer era enseñarnos el dharma, el camino que lleva a la liberación del sufrimiento, y que somos nosotros quienes debemos poner en práctica sus ense­ñanzas. ¡Él se lavó las manos de esa responsabilidad! El budismo enseña que no hay ningún creador y que noso­tros mismos lo creamos todo sin ayuda de nadie y eso quiere decir que, dentro de los límites de la ley de la cau­sa y el efecto, somos dueños y señores de nosotros mis­mos. Esta ley del karma nos enseña que si obramos bien experimentaremos buenos resultados, y que si hacemos cosas malas entonces experimentaremos la infelicidad y el sufrimiento.

Eso quiere decir que es preciso cultivar la paciencia, y hay muchos métodos para ello. Por sí solos, el conoci­miento de la ley del karma y la fe en ella ya engendran paciencia. El budista sabe que el sufrimiento que está ex­perimentando es el resultado de las acciones que ha crea­do en el pasado, y que sólo él es responsable de lo que le ocurre. Al no poder escapar de esas consecuencias, com­prende que tendrá que cargar con ellas. Pero si quiere evitar el sufrimiento en el futuro, también sabe que pue­de conseguirlo cultivando virtudes como la paciencia y que reaccionar al sufrimiento con ira o impaciencia sólo servirá para crear karma negativo, el cual causará nuevos infortunios en el futuro. Ésta es una manera de practicar la paciencia.

Otra cosa que podemos hacer es meditar en la natu­raleza sufriente del cuerpo. Debemos comprender que este cuerpo y esta mente son la base de todas las clases de sufrimiento, y que el hecho de que originen sufrimientos es perfectamente natural y no tiene nada de inesperado. Esta clase de comprensión nos será de una gran ayuda a la hora de desarrollar la paciencia.

También podemos recordar lo que dice el Bodhicar­yavatara: «¿Por qué lamentarse de algo si puede ser remediado? ¿Y de qué sirve lamentarse de algo si no puede ser remediado?». Si hay algún método u oportunidad de superar tus sufrimientos, no hay ninguna necesi­dad de preocuparse. Si no podemos hacer nada para ali­viar el sufrimiento, entonces el preocuparse de nada nos servirá. Es muy sencillo, pero también muy claro.

Otra cosa que podemos hacer es meditar en las des­ventajas de enfadarse y las ventajas de practicar la paciencia. Somos seres humanos, y enjuiciar y pensar es una de nuestras mejores cualidades. Si perdemos la paciencia y nos enfurecemos, perdemos la capacidad de formar jui­cios correctos y con ello perdemos uno de los instru­mentos más poderosos de que disponemos para enfren­tamos a los problemas: nuestra sabiduría humana. Esto es algo de lo que no disponen los animales. Si perdemos la paciencia y nos irritamos, estaremos dañando ese pre­cioso instrumento. Deberíamos recordar que es mucho mejor tener valor y determinación y enfrentarse al sufri­miento con paciencia.

Ya que hemos hablado de nuestras mejores cualida­des, quizá deberíamos preguntamos cómo podemos ser humildes y al mismo tiempo realistas acerca de ellas. Para eso hay que saber distinguir entre la confianza en las ca­pacidades y el orgullo. Todos deberíamos aprender a confiar en las cualidades y capacidades que poseemos y usarlas sin temor, pero nunca deberíamos sentirnos arro­gantemente orgullosos de ellas. Ser humilde no significa sentirse totalmente incompetente e inútil. La humildad es cultivada como el oponente del orgullo, pero siempre deberíamos aprovechar al máximo nuestras cualidades. Lo ideal sería tener mucho valor y una gran confianza en uno mismo sin alardear de esas cualidades o exhibirlas. De esa manera, y cuando la situación así lo exigiera, po­dríamos estar a la altura de las circunstancias y luchar va­lientemente por lo que es justo. Ésta es la solución per­fecta. Una persona que no posea ninguna de esas buenas cualidades pero que vaya por el mundo presumiendo de lo maravillosa que es y luego no sepa enfrentarse a los problemas es todo lo opuesto. La primera persona es va­liente sin ser orgullosa, y la segunda es muy orgullosa pero no tiene valor.

8. Con todas estas prácticas libres de las manchas de las su­persticiones de los ocho dharmas mundanales, y percibiendo to­dos los dharmas como ilusiorios, me dedicaré, sin aferrarme a las cosas, a liberar a todos los seres inteligentes de sus ataduras.

Este versículo nos habla de la sabiduría. Las prácticas precedentes nunca deberían ser ensuciadas por las manchas de las supersticiones de los ocho dharmas mun­danales. En el budismo nos referimos a ellos como blan­cos, negros o mezclados. La mejor manera de enten­derlo será explicando este versículo desde el punto de vista de las prácticas que se llevan a cabo sin estar con­taminadas por el concepto equivocado del aferrarse a la existencia dada por verdadera, que es precisamente aquello a lo que nos referíamos al hablar de la supersti­ción de los ocho dharmas. ¿Cómo podemos evitar que llegue a contaminar nuestra práctica? Pues siendo cons­cientes de que toda la existencia es ilusoria y evitando aferrarnos a la existencia verdadera. De esa manera que­daremos libres de la atadura que origina este tipo de aferramiento.

Ahora intentaré explicar qué significa la palabra «ilu­soria» dentro de este contexto: la existencia verdadera aparece bajo el aspecto de los distintos objetos cada vez que éstos se manifiestan, pero de hecho aquí no hay exis­tencia verdadera. Ésta parece manifestarse, pero no exis­te: es una mera ilusión. Aunque todo lo que existe se nos aparece como realmente existente, carece de existencia verdadera. Comprender que los objetos están vacíos de existencia verdadera y que aunque parezca haberla ésta no existe, y que es ilusoria, exige entender el auténtico significado del vacío y saber que hace referencia al vacío de la apariencia manifiesta. En primer lugar deberíamos estar seguros de que todos los fenómenos carecen de existencia verdadera. Después, cuando lo que posee na­turaleza absoluta parece ser realmente existente, hay que refutar la existencia verdadera recordando la deter­minación previa de la total ausencia de existencia verda­dera a la que habíamos llegado antes. Cuando unimos ambos razonamientos -la apariencia de existencia verda­dera y su vacío tal como ha sido experimentado previa­mente-, descubrimos lo ilusorio del fenómeno.

Creo que con esto queda suficientemente explicado el porqué las cosas se nos aparecen como ilusoriamente separadas. Este texto explica el proceso que lleva hasta la meditación en el mero vacío. En enseñanzas tántricas como, por ejemplo, el tantra Guhyasamaja, lo que es lla­mado ilusorio se encuentra completamente separado, mientras que en este versículo lo ilusorio no necesita ser mostrado separadamente. De esta manera la existencia verdadera de lo que posee naturaleza absoluta es objeto de refutación, y así debería ser refutada. Una vez que lo ha sido, la modalidad ilusoria de la apariencia de las co­sas surge de manera indirecta: las cosas parecen ser real­mente existentes, pero no lo son.

Esto, a su vez, nos lleva a la cuestión de cómo puede operar algo que es inencontrable y que existe meramen­te por imputación. Si consigues llegar a comprender que el sujeto y la acción existen debido a su cualidad de ser apariciones dependientes, el vacío también se te hará vi­sible bajo la forma de una aparición dependiente. Ésta es la cuestión más difícil de entender.

Si has llegado a comprender adecuadamente la exis­tencia no inherente, la experiencia de los objetos existentes te hablará por sí misma. Que existan por natura­leza es una ilusión refutada por la lógica, y la lógica puede llegar a convencernos de que las cosas carecen de existencia inherente y de que es imposible que puedan llegar a existir inherentemente. Pero no cabe duda de que existen porque las experimentamos, ¿verdad? Así pues, ¿cómo existen? Lo que dice el budismo es que exis­ten por el poder del nombre. Este aspecto de las ense­ñanzas es realmente difícil de explicar, y sólo puede ser entendido poco a poco a través de la experiencia. En primer lugar debemos analizar si las cosas existen verda­deramente o no y llegar a ser conscientes de que no po­demos encontrarlas en realidad. Pero nos equivocaría­mos si dijéramos que las cosas no existen, porque las experimentamos. No podemos demostrar a través de la lógica que las cosas existan de manera cierta, pero sabe­mos por experiencia que existen. Eso nos permite llegar a la conclusión de que las cosas existen. Ahora bien, si es así, sólo pueden existir de dos maneras: o partiendo de su propia base o estando bajo el control de otros factores, lo cual quiere decir que existen de manera completamente independiente o dependiente. Dado que la lógica refuta la afirmación de que las cosas existan independientemente, la única manera en que pueden existir es depen­dientemente.

¿De qué dependen las cosas para su existencia? De­penden de la base que es etiquetada y del pensamiento que etiqueta. Si las cosas pudieran ser encontradas cuan­do se las busca, deberían existir por su propia naturale­za y entonces las escrituras del Madhyamika, que afirman que las cosas no existen por su propia naturaleza, esta­rían equivocadas. Pero cuando buscamos las cosas, no podemos encontrarlas. Lo que encuentras es algo que existe bajo el control de otros factores, y por eso decimos que las cosas existen meramente por el poder del nom­bre. Aquí la palabra «meramente»» indica que algo es se­parado: ese algo no es aquello que es distinto al nombre pero tiene un significado aparte y es objeto de un estado mental válido. Al decir esto no estamos afirmando que las cosas no tengan más significado que sus nombres, o que el significado que no es el nombre no sea el objeto de una mente válida. Lo que eliminamos es aquello que existe por causas distintas al poder del nombre. Las co­sas existen meramente por este poder, pero tienen signi­ficado, y ese significado es el objeto de un estado mental válido. Mas la naturaleza de las cosas es que existen sim­plemente por el poder del nombre.

No hay otra alternativa, únicamente ese poder. Eso no quiere decir que aparte del nombre no haya nada. Hay una cosa, hay un significado, hay un nombre. ¿Cuál es el significado? El significado también existe meramente por el nombre.

Los principiantes suelen preguntarse si la mente es algo que existe realmente o también es una ilusión, y deberían saber que es lo mismo. Según el Prasangika Madh­yamika, que nos ofrece la visión más elevada y precisa, tanto da que la mente sea percibida por un objeto ex­terno o por la consciencia interna: ambos existen por el poder del nombre, y ninguno es realmente existente. Aunque la mente existe meramente por el nombre, lo mismo ocurre con el vacío, los budas, el bien, el mal y lo indiferente. Todo existe únicamente por el poder del nombre. Cuando decimos «únicamente por el poder del nombre»», lo único que podemos entender es que con ello estamos eliminando los significados que no son únicamente el nombre. Si tomas a una persona real y a una persona fantasma, por ejemplo, las dos son iguales en el sentido de que existen meramente por el nombre, pero hay una diferencia entre ellas. Lo que existe o no existe está meramente etiquetado, pero en el nombre, algunas cosas existen y otras no.

Según la escuela que sólo acepta la mente, los fenó­menos externos parecen existir inherentemente pero, de hecho, carecen de existencia externa inherente, mien­tras que la mente es verdaderamente existente.

Finalmente, intentaré aclarar la distinción entre «men­te»» y «conciencia». Para un tibetano los dos términos no son exactamente equivalentes, pero cuando la palabra ««mente»» hace referencia a la conciencia primaria podría decirse que tiene las mismas connotaciones.

En tibetano es el término más general y se divide en «conciencia» conciencia primaria y factores mentales secundarios, y ambas categorías tienen muchas mas subdivisiones. Cuando hablamos de conciencia, también deberíamos distinguir entre la conciencia mental y la conciencia sen­sorial, y recordar que la primera tiene muchas subdivisiones correspondientes a distintos grados de tosquedad y sutileza.


2 comentarios:

JAVIER AKERMAN dijo...

Estimado amigo:
Leo con verdadero placer e interés tu blog. ¡Es magnífico! Las entradas destilan compasión y bondad.
Volveré con frecuencia.
Un fuerte abrazo.

Rober Torres dijo...

Muchas gracias Javier por tus palabras. Supongo que estaremos en contacto a menudo. Hasta entonces cuídate. Abrazos